Soy de las personas a las que les gusta usar reloj, siempre lo llevo puesto y lo miro cada vez que puedo. Pero algunas veces es necesario quitárselo, dejarlo en un cajón y no saber qué hora es durante unos días. A veces lo que necesitamos no está en un número, sino en un simple descanso de la mente y del cuerpo. Digamos que el paraíso existe y que solo algunos privilegiados lo hemos visto.
Esta vez hemos volado a otro mundo, hemos conocido una nueva forma de vivir, y una manera distinta de evadirnos de la realidad. Un lugar en el que cualquier persona es capaz de desconectar de todo y de todos, un sitio que te atrapa y que te hace soñar. Solo tenéis que imaginar una de esas fotos que te muestran un rincón paradisíaco al que os gustaría teletransportaros en menos de una milésima de segundo. Pues ahora puedo decir que yo he estado ahí.

Subirnos al avión fue el primer paso para nuestra aventura caribeña. Es verdad que el vuelo se retrasó dos horas, pero eso solo hizo que la emoción y los nervios aumentaran aún más. De repente, la puerta de embarque estaba lista y en la pantallita ya podíamos leer: Cancún, boarding. 11 horas atravesando el Atlántico y una gran impaciencia fueron las reinas de nuestro viaje y, después de algunas revistas, algunos paseos por el pasillo del avión, algún que otro sueñecito y varias listas de reproducción del Ipod, sentimos que las ruedas ya rozaban la pista de aterrizaje.
Al llegar, era de noche y no pudimos apreciar más que las luces del hotel, pero al día siguiente, cuando ya habíamos descansado lo suficiente, nos sumimos en una playa de arena blanca y agua color turquesa. Solo nos hicieron falta unos minutos para ponernos a tomar el sol mejicano y para bañarnos en el mismísimo Mar Caribe. A lo largo de los dos primeros días, el moreno se apoderaba de nuestra piel y las quemaduras llegaban para algunos. Fueron unos días de playa y excursiones, unos días llenos de felicidad por pasar una semana en el paraíso, y de entusiasmo por conocer una cultura diferente, la de los mayas para ser más concretos. Visitamos una de las siete maravillas del mundo: Chichén Itzá, la famosa ciudad maya en la que se adoraba a los dioses del sol y de la muerte, y en la que se vivía entre edificios cubiertos de piedras preciosas.

Conocimos la forma de vivir de los poblados de la zona, regalamos unos cuentos y pinturas a los niños que vivían allí, y les hicimos felices por un instante. Con este simple gesto, nos dimos cuenta de todo lo que tenemos a nuestro alrededor y todo lo que no aprovechamos como deberíamos. Conocimos a las gentes de aquel lugar, cómo son, sus comidas, su música, sus fiestas, sus tradiciones, sus pensamientos, y se trata de un país lleno de muchas cosas que aprender, de una manera de ver la vida diferente a la que estamos acostumbrados nosotros.

Esta fue una etapa de nuestro viaje, y después llegamos a la etapa final, al momento idílico. ¿Quién nos iba a decir que al parar a comer en un lugar tan apartado de la civilización nos haría encontrar una de las playas más impresionantes que jamás hemos visto? Obviamente, nadie nos lo había dicho y ninguno de nosotros se esperaba que allí íbamos a encontrar "nuestro lugar en el mundo". La playa de Tulum fue un rincón que se va a quedar grabado en nuestra memoria por mucho tiempo, no solo por las increíbles fotos, sino porque esa tarde no hubo más que sonrisas radiantes en nuestras caras, ya que el paraíso se extendía bajo nuestros pies.


El penúltimo día de nuestra estancia en la Riviera Maya fuimos a Isla Mujeres, una isla que se encuentra a 20 minutos en lancha de la ciudad de Cancún y en la que pudimos tener una gran experiencia al nadar con delfines en el mismo mar. Yo no soy muy partidaria de estas cosas de nadar con animales, porque es verdad que no me siento especialmente "conectada" con ellos. En esta ocasión me animé, y menos mal que tocar un delfín era como tocar una colchoneta, porque si no, aún seguiría lavándome las manos. Al final me gustó y todo, me pareció algo que se debe hacer al menos una vez en la vida y que es algo único. Ese mismo día, nos llevaron a una playa de lo más típica que os podáis imaginar, con las palmeras de cocos, con las hamacas de tela colgadas de los árboles, un muelle desde el que poder ver la puesta de sol, un chiringuito de madera con columpios de cuerda colgados del techo, unos cócteles impresionantes y una tranquilidad inmejorable.


Al final del día volvíamos en la misma lancha hacia Puerto Juárez (Cancún), íbamos todos contemplando el atardecer en el horizonte y surcando las aguas cristalinas de aquel lugar mágico. Nos acordábamos de que aquello ya estaba llegando a su fin, nos dábamos cuenta de que habíamos conseguido nuestro objetivo y de que a nuestra misión al otro lado del Atlántico le quedaban pocas horas. Al día siguiente un avión nos trajo a la rutina otra vez, nos alejó de los Daikiris, nos trajo a Madrid, a la cruda realidad, aunque el recuerdo de una semana maravillosa siempre nos hará imaginarnos que hay momentos totalmente perfectos y que los hemos sabido vivir con la máxima intensidad. Y lo cierto es que un viaje no siempre es un verdadero placer si no lo haces con la gente adecuada. Este lo ha sido.
Paz Olivares.